3 estrellas y media
Nota para Hollywood: el cuatro de julio ya pasó. Algún día van a pagar por habernos hecho esperar tanto para ver una película de acción que no fuera malísima. Jason Bourne es una de esas películas emocionantes de verano que no negocian con la estupidez. Matt Damon regresa al papel del que se apropió en La identidad Bourne, de 2002, La supremacía Bourne, de 2004, y Bourne: El ultimátum, de 2007. Damon y Paul Greengrass, que dirigió dos de las anteriores épicas de Bourne, no querían comprometerse hasta que no tuvieran un guión que hablara del presente. Damon tiene apenas 25 frases de diálogo, pero el guión dice mucho acerca del ciberterrorismo y de la línea que separa la seguridad pública de la la privacidad personal.
Bourne recupera la memoria, pero lo carcome la culpa por lo que hizo cuando era una máquina asesina que le costó 100 millones de dólares a la CIA. Durante una revuelta en Grecia, Bourne es contactado por una antigua colega, Nicki Parsons (Julia Stiles), y se entera de que el nuevo director de la CIA, Robert Dewey (Tommy Lee Jones en su mejor estilo diabólico), está construyendo su propio gobierno paralelo desde las sombras. A lo largo de sus viajes por todo el mundo -Atenas, Londres, Las Vegas-, Bourne es rastreado por la lugarteniente de Dewey, Heather Lee (una Alicia Vikander estelar).
Con sus nerviosas cámaras en mano, Greengrass hace que un acelerado thriller de espías parezca un documental. Los efectos son prácticos, no generados por computadora, incluyendo una persecución en Las Vegas que te va a volar la cabeza. A lo largo de la película, Damon nos mantiene pegados a la guerra que se desató en la cabeza de Bourne. El actor se apoderó del papel con un suspenso potente y alucinatorio, que tiene algo que ninguna computadora podría generar: un alma.
Por Peter Travers
Volvió Matt Damon con sed de revancha
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