Iggy Pop concentró su historia en un show con sus mejores canciones

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Un show que destila la esencia de Iggy Pop en algo más de 90 minutos. No sé cómo se hace para seguir siendo una leyenda punk en el umbral de los 70 años (si bien su rock de garage aún no recibía ese nombre cuando el cantante comenzó a asolar las calles de Detroit), pero Iggy lo consigue. Sin rebajar un ápice de la energía primal que está en el centro de su música, en un show que no tomó prisioneros. Fue directo, al frente, sin concesiones.

Una Iguana eterna, con el pecho descubierto, sin una gota de grasa, con una pierna más corta que la otra, con su larga melena lacia y sin canas, con su danza de reptil con el micrófono en alto, que baja del escenario en repetidas oportunidades a mezclarse con la gente, ante la desesperación de la gente de seguridad. O lo que es peor, hace subir a la gente, haciendo que la cosa amenace con descontrolarse definitivamente. Un Iggy cien por ciento Iggy. No hay más que escucharlo cantar, con esa manera despectiva que tiene de largar las palabras casi como si las estuviera escupiendo, para detectar la influencia enorme que ha tenido en toda una escuela de rock’n’roll, que va desde John Lydon hasta The Libertines, la banda que lo precedió en el escenario principal del festival BUE.

Desde el comienzo, Jim (como le gusta que lo llamen) atacó con un triple golpe que dejó sin respiro: el clásico de los Stooges, «I wanna be your dog», seguido por dos de los temas más conocidos de su carrera solista, «The Passenger» y «Lust for life», este último poseedor de una doble vida gracias a su aparición en el film Trainspotting. Y así siguió prácticamente hasta el final, respaldado por un cuarteto dirigido por el guitarrista Kevin Armstrong (quien ya tocó con Pop en los 80, y luego con Morrissey), que suena como todas las buenas bandas del cantante: brutal por momentos, pero también con la musicalidad necesaria para acomodarse a los desvíos estilísticos de Iggy. Como en otro extraordinario trío de canciones que interpretó hacia el final del set, luego de bajarse (una vez más) entre la gente para el fantástico rock’n’roll «Real wild child» que parece hecho a medida para él, si bien es un tema de fines de los años 50. En «Nightclubbing», «Some weird sin» y «Mass Production», Pop sonó como una especie de crooner siniestro, cantando en un cabaret situado a las puertas del apocalipsis.

Pero faltaban los bises, que fueron casi un segundo show: a la impresionante «Repo Man» (compuesto para la película homónima) le siguió con el himno de los Stooges, «Search and destroy» y «Gardenia», único tema que interpretó de su último álbum, Post Pop Depression. Luego arremetió con ¡cuatro! clásicos de los Stooges, himnos imbatibles del joven urbano alienado y rebelde: «Down in the street», «Loose», «Raw power» y «No fun». Tan entusiasmado estaba Iggy, repitiendo la palabra «fuck» insistentemente como es su costumbre («¡fuckin’ gente (sic), fuckin’ BA, fuckin’ cool!»), que llamó de nuevo a su banda para un tema fuera de programa, «Candy», su hit de 1990, del álbum Brick by brick. Fue una de las pocas referencias algo más cercanas en el tiempo.

La Iguana conoce donde está su esencia, y casi no se aparta de allí. La mayor parte de los temas que interpretó pertenecen a los tres álbumes de estudio que realizaron los Stooges entre 1969 y 1973, y a sus dos primeros álbumes solistas producidos por David Bowie, ambos en 1977, Lust for Life y The Idiot. Ahí está concentrado el mejor Iggy Pop, uno de los cantantes más bestiales, fascinantes e influyentes que hayan pisado un escenario. Ese que, cuando ya pasaron 47 años desde su debut discográfico, permanece casi inexplicablemente igual a sí mismo.


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